jueves, 12 de septiembre de 2019

DESIERTO



Cansado ya de tanto esperar por coronarme como único ganador de alguna de las diversas modalidades de lotería que imperan en el país, gringolandia y el viejo continente, he decidido, en pleno abuso de mis famélicas finanzas y mis todavía no tan mermadas facultades mentales, usufructuar, de una buena vez y para siempre, todas y cada una de las destrezas, técnicas y herramientas que me otorga supuestamente mi título universitario de licenciado en letras, egresado con toga y birrete (anexo foto probatoria con título en la mano y medalla en el cuello, durante la ceremonia de graduación), de la u-u-u-c-v.

Es así como he venido recopilando información documental de cuanto concurso literario y/o musical (aquí voy en dupla con un músico amigo matatigre desempleado: yo escribo la letra y él le pone la música después a cualquier institución que requiera de un himno o producto que amerite un jingle; algo así, salvando las distancias y con todo respeto -nada que ver con el blasfemo del Ilan Chester Rabinovich ese-, como Vicente Salias y Juan José Landaeta, autores primigenios y celebérrimos de un glorioso y bravío himno -el nuestro- que no admite amaneramientos, versiones ni disquisiciones rítmicas, melódicas ni armónicas de ninguna especie) aparezca en la prensa nacional, internacional e internet.

En principio, voy clasificando los concursos de acuerdo a lo jugoso de los premios (priorizo, eso sí, la fortaleza y estabilidad de la divisa extranjera: dólares estadounidenses, yens, libras esterlinas o marcos alemanes); la inmediatez del veredicto (para cobrar rapidito); las exigencias de la categoría (la verdad es que no quiero complicarme mucho la vida y apelo por lo más expedito y fácil) y la configuración del jurado (primero tratando de encontrar amigos o conocidos que puedan ser agasajados e influenciados y, si no es así, al menos tratar de imitar la escritura o la temática de ellos mismos como autores y/o lectores).

Ya sé que es una apuesta de alto riesgo, un trabajo de enanos, arduo y paciente, pero en este momento no se me ocurre ninguna otra forma de ganarme la vida. Por ahora, estoy optando por premios que oscilan entre doscientos mil bolívares y mil quinientos dólares, amen de la publicación y/o difusión de la obra (sin que esto conlleve, necesariamente, derechos de autor). Concurso, pues, bajo diversos pseudónimos (cada uno especialmente concebido para la ocasión), con un Ensayo sobre "La imposibilidad virtual de superar la gramática de Andrés Bello", por Lolita Vallejos de Fuenmenor y otro titulado "El subdesarrollo tercermundista al ritmo de la silva a la agricultura de la zona tórrida" (este firmado por Cándido Flores Mora, ambos concursantes en el galardón "Andrés Bello cara al tercer milenio", instituido por La Casa de Suramérica).

Los himnos resultan más divertidos, por ser más cortos y rápidos de sacar: ya mandamos tres diferentes a las Damas del Santísimo Prado; dos al Instituto Castrense de la Nueva Era y uno a la Asociación Paramédica del Tercer Milenio. En cuanto a la literatura infantil, mi hija de cinco años me sorprende relatándome cuentos maravillosos que yo, simplemente, transcribo. La novela, a pesar de ser palabras mayores, la abordo con decisión escribiendo enloquecidamente, sin ningún tipo de estructura previa y sin saber hacia donde va la trama. Al final de 200 ó 300 páginas, empiezo a "editar", casi en plan audiovisual, re-escribiéndolo todo desde el principio, matando personajes, inventando otros y armando la novela capítulo por capítulo. El final generalmente me lo indica mi esposa (voraz lectora de ficción y script cinematográfica de profesión), alertándome, además, sobre las fallas de continuidad de la trama o la verosimilitud de los personajes.

En Poesía lo que hago es plagiarme a los clásicos e intercalar sus versos menos potables con los de autores recientísimos, desconocidos casi todos ellos, publicados en una rara antología de jóvenes poetas rumanos e himalayos, recopilada en dialecto triskzh, que una vieja exiliada serbia traduce en voz alta para mí. Los resultados son alucinantes, tanto así como si mezclas una porción de Gerbasi con media de Whitman y además le agregas tres cuartos de Cadenas, doble ración del cáustico Ramonov y los ingredientes completos de un caldo concentrado de pollo.

Ahora mismo me encuentro en el medio de un ensayo laudatorio de la obra del insigne poeta, docente y periodista Elías Trapiello Venegas. Serán cincuenta y tantas cuartillas propiciatorias para ganarme los cinco millones (cien mil bolitos por cada 25 líneas de elogios no está nada mal, ¿no?) que ofrece la Bienal convocada por el Ateneo de Topía, con el objetivo de dar a conocer la hasta ahora desconocida obra de este prolijo autor.

En todo caso, mi ensayo intitulado "Elías Trapiello Venegas: Faro Preclaro de Topía", aboga con apasionada vehemencia (y cito textualmente) por "el caracter imprescindible de este vástago topiano en el amplio horizonte de las letras venezolanas, imprimiéndoles, en los lejanos principios de siglo, innegables influencias de las plumas magistrales de Poe, Baudelaire, Lautreamont y Rimbaud, plenas de modernidad y, al mismo tiempo, hermetismo. Hermetismo desbordante en sus tres libros publicados que, aún hoy, nadie ha logrado descifrar...". El pseudónimo o lema que pienso usar para esta ocasión se debate entre: "El Topiano

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