jueves, 13 de marzo de 2008

VIACRUCIS VIAJERO EN SEMANA SANTA

Viajar en Venezuela es toda una aventura que supera cualquier previsión o expectativa posible, más allá, incluso, de la ciencia-ficción y la caricatura (ambas especialidades juntas, si se quiere). Stephen King, Spielberg, Kafka, Bradbury, Lovecraft y algún otro cultor del género que a usted se le ocurra, se quedaría virtualmente pendejo (al igual que el tan mentado pesimista anglosajón apellidado Murphy, con su infeliz ley que se ufana en que "todo aquello que pueda salir mal, así saldrá"), ante las aterradoras posibilidades que acechan al viajero (por aire, tierra o mar) en nuestro país. Tan es así que los siempre apurados y expectantes guionistas de "La dimensión desconocida" y "Aúnque usted no lo crea" tendrían, con el simple hecho de entrevistar a los impenitentes usuarios de nuestros impertinentes no-prestadores del servicio de transporte, materia prima para escribir miles de programas, con renovadas, asombrosas e ilimitadas variaciones sobre el mismo tema.

Obviemos, por ahora, medios de desplazamiento y locomoción tales como teleféricos, escaleras mecánicas, ascensores panorámicos, trenes, peñeros, funiculares, monorrieles, lanchas rápidas, ferrys (que merecen, sin duda alguna, capítulo aparte), autobuses ejecutivos y otras especies, para abordar, una vez más, el avión. Sí, sí, sí, el avión, la modalidad de transporte universalmente más rápida y que, en el caso Venezuela, se convierte en la máquina del tiempo: en la máquina de hacernos perder tiempo. Tiempo irrecuperable, valiosísimo, un recurso natural no renovable que ninguna aerolínea, por más cachitos, cervezas y excusas que nos ofrezca (cuando lo hace) nos puede compensar, restituir ni devolver. Se trata, pues, de tiempo muerto, tiempo ido, tiempo "en el aire" (y uno varado en tierra), tiempo perdido. Pero vamos a ponerle alas al asunto.

Imagínese por un momento que todos los viajeros "embarcados" en Venezuela constituimos una asociación que podría llamarse VIVEM y cuyas siglas significarían Viajeros venezolanos embarcados. Soñemos un poco más, con los ojos bien abiertos y los pies bien puestos contra el suelo del aeropuerto, y digamos que logramos (por vía de la presión sostenida, obstinada e inteligente) que algún utópico organismo estatal de protección al usuario decrete una indemnización al viajero del sin-cuenta (sic) por ciento del costo del pasaje por cada hora de retraso o fracción. Aquello sería una auténtica gozada, nos volveríamos un país de viajeros frecuentísimos y multimillonarios, eso o las aerolíneas que operan entre nosotros se verían obligadas, por la ley del dinero, a funcionar como impecables y eficientísimos relojes suizos, de los que ostentan garantía de por vida.

Eso o nos salen alas y volamos por nuestros propios medios. El filón del negocio estaría, entonces, en aprender a volar rapidito, contratar a un gestor para que nos resuelva toda la permisología y montar una academia de vuelo, sin necesidad de hélices ni turbinas, transformándonos en una nueva especie ornitológica criolla: el "pájaro-bolsa". Eso o nos ganamos el premio gordo de alguna lotería, a ver si nos alcanza para comprarnos una aeronave propia, rogando, eso sí, que nuestro piloto y aeromoza no se declaren nunca en huelga. Así que nos vemos entre nubes y feliz vuelo.

viernes, 7 de marzo de 2008

ESTADO CIVIL: CA(N)SADA

Ultimamente mi esposa me ha venido preocupando. Pensé que era un simple lapsus, pero no. Cada vez que ella tiene que llenar alguna planilla, en la casilla correspondiente a "estado civil", mi cónyuge escribe –textualmente– "ca(n)sada".


Y lo ha hecho ya media docena de veces en las últimas semanas. Y amenaza con ponerse en huelga de brazos caídos (y libido caída, también, me temo yo). Y me recuerda incesantemente las múltiples tareas que debe ejercer dentro y fuera del hogar y hasta me las envía por correo electrónico con copia visible a todos sus contactos. Y su pandilla de amigas han optado por sumarse a la iniciativa de mi consorte y hasta han escrito una petición a la Real Academia Española de la lengua para que incluya el término "ca(n)sada" en su próxima actualización.


Y los maridos de su mafia de amigas ahora me contactan a mí para insultarme por la iniciativa de mi esposa, conminándome a que la controle, a que tome las riendas de mi matrimonio, etcétera. Y lo peor de todo es que la cachifa acaba de renunciar para enrolarse en esta especie de guerrilla urbana que amenaza con hacer explotar la sacrosanta paz conyugal urbi et orbi.

lunes, 3 de marzo de 2008

EL SÍNDROME DEL POLIEDRO

Ayer domingo fui con mi hija a disfrutar del Ballet Teresa Carreño al Teatro Municipal. Y, una vez más, vi aflorar lo que a mí me ha dado por denominar "el síndrome del Poliedro", que consiste en que —sin importar cuál espectáculo se vaya a ver ni dónde— el público asume que está en el Poliedro, ejerciendo un protocolo (¿poliédrico?) que no responde al paisaje culturoso donde en verdad se está escenificando el evento en cuestión.
Me explico: lo único que faltó ayer en el Teatro Municipal fue que vendieran cerveza para amenizar las cotufas que algunos rumiantes merendaban en plena función de las cinco de la tarde. Aparte de ello, la audiencia no pudo reprimir su entusiasta impulso feroz de aplaudir impuntualmente a destiempo o llevar "el ritmo" de Kachaturian o Ginastera con algunas de sus extremidades. Tampoco omitieron una emotiva exclamación de tristeza que evidenciaba el duelo colectivo —público y notorio— por "La muerte del cisne" —cuya foto capturada por mí, sin nece(si)dad alguna de disparar el flash de mi cámara— aquí posteo.
La otra foto es de la sabrosa pieza "Texturas", coreografiada por Héctor Sanzana. El grueso de los espectadores desoyó olímpicamente aquello de apagar sus teléfonos celulares, ofreciendo un variopinto recital de "ringtones" cada uno más cutre y deleznable que el subsiguiente. A falta de los atávicos fuegos artificiales, los "flashes" de las cámaras y, una vez más, teléfonos celulares, "iluminaron" la sala con sus urticantes destellos.
Cultura dominical de sobremesa, en vez de misa, para la masa desprovista de musas a las que encomendarse. Podéis ir (a hacer pis) en paz. Demos gracias al sopor. Ah, men.
E, inmediatamente después, a paso prestísimo, a embutirnos en la estación de Metro de la esquina, tarareando a Héctor Lavoe: "en-tren, que caben cien: 50 parao (sic), 50 de pie".