miércoles, 22 de octubre de 2008

MISS METRO O EL SUBTECANTROPUS ERECTUS

“Le recordamos a los señores usuarios que, por su propia seguridad,
deben mantenerse alejados de la raya amarilla,
alejados de la raya amarilla, alejados de la raya amarilla”

(Voz en off que me persigue a toda hora, en todas partes,
sin poder apagarla, ni bajarle el volumen,
ni cambiar el mensaje, ni...)


Lo que en un comienzo era un ingenuo pasatiempo que me servía para alegrarme los ojos y el espíritu camino al trabajo, se ha convertido en una auténtica obsesión que ha ido arruinando mi matrimonio, mi familia, mis finanzas y mi profesión, llevándome a un estado físico y mental deplorable.

Vivo metido en El Metro de lunes a domingo, desde las seis de la mañana y hasta las diez de la noche, con los recesos mínimos indispensables para comer algo, fumar, ir al baño y dormir unas cuantas horas –cada vez menos– pues del insomnio paso a una pesadilla repetitiva y angustiosísima que, simplemente, no resistiría recrear ahora, a la luz del día y en voz alta, para no tener que escucharme yo mismo diciendo que...

Las persecuciones que me planteo bajo tierra, “al dictado de la locura” como tituló su obra Gerard de Nerval, me conducen de La Yaguara a El Valle o de Las Adjuntas a Palo Verde en una misma mañana, a pesar de lo mucho que detesto hacer transferencias. Pero, claro, estos son casos excepcionales, heroicas misiones imposibles que emprendo para “llenarme” de esos adorables sujetos de mi deseo y obsesión que me mantienen extraviado dentro de este interminable y sorprendente laberinto subterráneo del Metro. Hay un no sé qué telúrico (estoy intelectualizando, vicio profesional, soy consciente de ello) que me subyuga, convocándome sin descanso a estas gloriosas cavernas.

Y de académico de antropología he pasado a ser una parodia lastimosamente underground de Osmel Sousa clonado con Joaquín Riviera: un clon del clown que aspira asmáticamente a montar un concurso, ya no de belleza sino de buenitud, de buenura, pues, de ritmo de caderas y sabrosura al caminar, mi amor, de medidas extremas que sobrepasan cada uno de los cánones de buen gusto, de voluptuosidades desbordantes y exageradas, obscenas, ramplonas, rimbombantes, censuradas por las propias prendas íntimas que amenazan con desabrocharse justo ante nuestros boquiabiertos ojos y saltar, alcanzarnos, salpicarnos de puritico gusto, complacencia y placer voyeur del mirón que, al fin, aunque sea por una única vez en su puñetera y virtual existencia, pueda “llegar” y descargar, loco de contento, su siempre reprimido y más turbado que nunca cargamento de infelicidad.

Miss Metro sería, por otra parte, un concurso barato en toda la extensión de la palabra, indiscriminado y no excluyente de aspirantes y categorías, sin luminarias ni lentejuelas, pleno de improvisación. Se trataría de una feria popular que huele a dentífrico matinal, al champú y al enjuague mezclados con el sudor rancio del final de la jornada salarial, la comida rápida del mediodía y el pachulí nocturno que invita a celebrar nuestras miserias de cada día.

Porque bajo tierra, en las entrañables entrañas del monstruo que conozco en profundidad, tiene lugar, casi todos los días del mundo, el más trepidante y azaroso desfile de belleza mundana que se pueda imaginar.

A un ritmo palpitante, soberbios especimenes del género femenino, en oleadas irregulares (a veces escasas, ahora impetuosas), toman por asalto –precoces, desvergonzadas, presumidas, feroces– el tren y los andenes, las escaleras mecánicas y los vagones, hostilizando con su hermosura irresponsable, hiriente y sobrecogedora, todos los ojos que, de par de dos en dos, coinciden sobre sus cuerpos espléndidos, posándose y regodeándose con glotonería, reinventando nuestras más bajas pasiones, nuestros deseos más rebuscados y roñosos que rebotan dentro de nosotros, sin atreverse a traspasar la raya amarilla de la conciencia.

Y es que en este placentero infierno sumergido, una incesante legión mefistofélica de diablas y demonias sin pedigree, pero con caras y cuerpos de semidiosas, nos desatan sin remedio la bestia dormida, despertándola y dejándola insomne, desvestida y alborotada como quien dice, sin derecho a réplica, sin derecho a nada, aullándole en silenciosa desesperación a una luna llena que imaginamos allá arriba, allá afuera, perturbadora y lejana.

Son hembras hechas en el cielo, en celo, celosas: euro-caribeñas, asiático-tropicales, producto del más sabroso y delirante mestizaje-jé. Con senos, glúteos, curvas, caderas, voluptuosidades hiperbólicas, cimas y abismos hirientes que se te incrustan en los ojos y se te alojan en el alma. Y ya nada, nunca, volverá a ser igual. Estás atrapado, perdido, extraviado dentro de ti mismo.

Es básicamente, un mecanismo natural de selección de la especie. Irreprimible, irreversible e implacable. Que nos hace descender en la escala evolutiva, presos de los instintos más primitivos, hacia nuestros más primigenios primos: aquellos simpáticos primates que ilustran la portada de la teoría darwinista.

Tamaño tremendismo me impulsa a preguntarme si terminaremos arrojándonos a los rieles electrificados, ante el avance trepidante y ensordecedor del tren, para poder acabar de una buena vez, poniéndole fin a nuestras miserias de subtecantropus más o menos erectus. Eso u organizar de verdad-verdad el Miss Metro: montar toda la parafernalia del concurso, buscar los patrocinantes, seleccionar a las aspirantes, decidir quién será parte del jurado y etcétera. Eso o, en plan mercenario, fundar la Interculing-culing company, empresa con el objeto único de cazar, someter, domesticar y comercializar a escala global a toda hembra de uña que se le ocurra trasponer los torniquetes del Metro.

domingo, 12 de octubre de 2008

SU NOVIA ES VENEZUELA

Este título me lo inspiró un catalán muy agradable que conocí en una de las tontas y tantas esperas vividas en un aeropuerto nacional y que, muy al contrario de aquel "Turista Accidental" (la película norteamericana protagonizada por William Hurt), aparté mi periódico del rostro para entablar amena conversación con él.

Joaquín, que así se llama este curioso catalán que te suelta -al peor estilo de luisherrera- expresiones criollas con su marcado acento que se detiene exageradamente en las "eles", pronunciándolas con la punta de la lengua enrollada hacia el paladar, resultó ser un industrial que vivió 20 años entre nosotros, adaptándose de maravilla y pasándola gustosamente en esta pequeña Venecia. Casado con una coterránea y con cuatro hijos venezolanos y venezolanizados, Joaquín vuelve, presionado por las epilépticas circunstancias económicas (la coyuntura que dicen) y azuzado por su extensa familia de ultramar, a su Cataluña natal.

El hombre me lo refería con pesar, comentándome cuánto le dolió vender su factoría, su quintica y su añejo rústico donde él y los suyos recorrieron medio país, con el testimonio audiovisual que proporciona una "handycam" y el registro iconográfico de varios cientos de fotografías donde siempre aparecían ellos (los Castells, pues), en medio de una diversidad de paisajes contrastantes: el matrimonio mojándose frente el Salto Angel; los chamos dándose un chapuzón en Morrocoy; media familia en contraluz ante un ocaso en Juangriego; todos juntos asomándose de un vagón del teleférico merideño; la señora cabalgando un camello en los médanos de Coro; Joaquín cambiando un caucho en pleno puente sobre el Lago o bailando tambores en Barlovento... Eso y dejar atrás compadres y amigos, "mi familia criolla", decía, era lo que más lo "fregaba".

Ahora, trataba de animarlo yo ante su guayabo nacionalista in crescendo, nuestro compatriota nacido en la Barcelona primigenia tenía que trastocar hábitos de consumo y sustituir el aceite branca por el de oliva, la arepa por el pan, el diablito por el jamón serrano, el queso paisa por el manchego, el ron por el brandy y así sucesivamente. Eso o ingeniárselas para abastecerse, allá en la madrísima patria, de harina de maíz, caballito frenado, caraotas negras, el oso y mejor pongamos etcétera.

Ya no habría tampoco, protestaba él, su peña del 5 y 6, ni sus compinches del dominó, ni los terminales del kiosquito de la esquina, ni carnaval electoral, ni empanaditas de cazón, ni hallacas, ni el refresco de "colita" para sus hijos (sabor inventado aquí que, simplemente, no existe en ninguna otra parte del mundo), ni el jabón azul de panela que tanto usaba -en copretérito- su esposa, ni el popular olor a lavansán... Se acabarían para él, también, las proverbiales trancas de la autopista cuando aprovechaba para escuchar la radio a todo volumen y tararear las melodías de salsa, a voz en cuello, como un Oscar De León desteñido. Se despedía, además, este paisano de Serrat, de las colas kilométricas que hacía para renovar la licencia de manejar y la cédula, así como de toda esa indigestión de semáforos en rojo y calles en flecha.

¿Qué contra-argumentar?, pensaba yo, resistiéndome a la cruel tentación de, usando esa, su misma letra, componer un sarcástico bolero. Pues bien, a mí no se me ocurrió nada, ni mejor ni peor, que remitirlo a uno de esos kilométricos almacenes mayoristas (hiper-mercados, les dicen con eufemismos, club de grandes consumidores) que se pusieron de moda a partir del 27-F, para que comprara, en cantidades industriales, todos aquellos productos de la industria nacional que él y su familia iban a echar tanto de menos.

Cuando finalmente nos despedimos, a mí se me metió en la cabeza, fruto de la picaresca nacional, que Joaquín segurito lo que iba a extrañar era a alguna novia venezolana, morenaza ella y de ojos verdes, con nombre indígena y apellido sonoramente extranjero, producto socio-cultural del mestizaje policromático y enriquecedor que tantas bellezas de cetro y corona ha prodigado a esta deslumbrante tierra de gracia que maravilló y sedujo tanto a Joaquín como, en un principio, a Colón himself (y es curioso, pero nunca deja de sorprenderme cómo los venezolanos descubrimos nuestro terruño a través de los ojos de los demás, de ojos ajenos, ¿no?, que se convierten en propios con el tiempo).

Me imaginé entonces a Joaquín soñando en plan nostálgico con todo ese tropel de ejemplares vernáculos que pugnan por explotar y desbordarse de sus bluejeans apretadísimos en las cuñas de pantalones. Féminas siempre sonrientes y curvilíneas parecidas, sin duda, a la novia que el musiú veía clandestinamente entre semana. Pero luego rectifiqué y me dije, convencido, que no. Que la novia de Joaquín no era de carne y hueso. Que la novia de nuestro curioso y cabizbajo catalán era (o no era otra que) Venezuela.