Cansado ya de tanto esperar por
coronarme como único ganador de alguna de las diversas modalidades de lotería
que imperan en el país, gringolandia y el viejo continente, he decidido, en
pleno abuso de mis famélicas finanzas y mis todavía no tan mermadas facultades
mentales, usufructuar, de una buena vez y para siempre, todas y cada una de las
destrezas, técnicas y herramientas que me otorga supuestamente mi título
universitario de licenciado en letras, egresado con toga y birrete (anexo foto
probatoria con título en la mano y medalla en el cuello, durante la ceremonia
de graduación), de la u-u-u-c-v.
Es
así como he venido recopilando información documental de cuanto concurso
literario y/o musical
(aquí voy en dupla con un músico amigo matatigre desempleado: yo escribo la
letra y él le pone la música después a cualquier institución que requiera de un
himno o producto que amerite un jingle; algo así, salvando las distancias y con
todo respeto -nada que ver con el blasfemo del Ilan Chester Rabinovich ese-,
como Vicente Salias y Juan José Landaeta, autores primigenios y celebérrimos de
un glorioso y bravío himno -el nuestro- que no admite amaneramientos, versiones
ni disquisiciones rítmicas, melódicas ni armónicas de ninguna especie) aparezca en la prensa nacional,
internacional e internet.
En principio, voy clasificando los
concursos de acuerdo a lo jugoso de los premios (priorizo, eso sí, la fortaleza
y estabilidad de la divisa extranjera: dólares estadounidenses, yens, libras
esterlinas o marcos alemanes); la inmediatez del veredicto (para cobrar
rapidito); las exigencias de la categoría (la verdad es que no quiero
complicarme mucho la vida y apelo por lo más expedito y fácil) y la
configuración del jurado (primero tratando de encontrar amigos o conocidos que
puedan ser agasajados e influenciados y, si no es así, al menos tratar de
imitar la escritura o la temática de ellos mismos como autores y/o lectores).
Ya
sé que es una apuesta de alto riesgo, un trabajo de enanos, arduo y paciente,
pero en este momento no se me ocurre ninguna otra forma de ganarme la vida. Por
ahora, estoy optando por premios que oscilan entre doscientos mil bolívares y
mil quinientos dólares, amen de la publicación y/o difusión de la obra (sin que
esto conlleve, necesariamente, derechos de autor). Concurso, pues, bajo
diversos pseudónimos (cada uno especialmente concebido para la ocasión), con un
Ensayo sobre "La imposibilidad virtual de superar la gramática de Andrés
Bello", por Lolita Vallejos de Fuenmenor y otro titulado "El
subdesarrollo tercermundista al ritmo de la silva a la agricultura de la zona
tórrida" (este firmado por Cándido Flores Mora, ambos concursantes en el
galardón "Andrés Bello cara al tercer milenio", instituido por La
Casa de Suramérica).
Los himnos resultan más divertidos,
por ser más cortos y rápidos de sacar: ya mandamos tres diferentes a las Damas
del Santísimo Prado; dos al Instituto Castrense de la Nueva Era y uno a la
Asociación Paramédica del Tercer Milenio. En cuanto a la literatura infantil,
mi hija de cinco años me sorprende relatándome cuentos maravillosos que yo,
simplemente, transcribo. La novela, a pesar de ser palabras mayores, la abordo
con decisión escribiendo enloquecidamente, sin ningún tipo de estructura previa
y sin saber hacia donde va la trama. Al final de 200 ó 300 páginas, empiezo a
"editar", casi en plan audiovisual, re-escribiéndolo todo desde el
principio, matando personajes, inventando otros y armando la novela capítulo
por capítulo. El final generalmente me lo indica mi esposa (voraz lectora de
ficción y script cinematográfica de profesión), alertándome, además, sobre las
fallas de continuidad de la trama o la verosimilitud de los personajes.
En Poesía lo que hago es plagiarme a
los clásicos e intercalar sus versos menos potables con los de autores
recientísimos, desconocidos casi todos ellos, publicados en una rara antología
de jóvenes poetas rumanos e himalayos, recopilada en dialecto triskzh, que una
vieja exiliada serbia traduce en voz alta para mí. Los resultados son
alucinantes, tanto así como si mezclas una porción de Gerbasi con media de
Whitman y además le agregas tres cuartos de Cadenas, doble ración del cáustico
Ramonov y los ingredientes completos de un caldo concentrado de pollo.
Ahora
mismo me encuentro en el medio de un ensayo laudatorio de la obra del insigne
poeta, docente y periodista Elías Trapiello Venegas. Serán cincuenta y tantas
cuartillas propiciatorias para ganarme los cinco millones (cien mil bolitos por
cada 25 líneas de elogios no está nada mal, ¿no?) que ofrece la Bienal
convocada por el Ateneo de Topía, con el objetivo de dar a conocer la hasta
ahora desconocida obra de este prolijo autor.
En
todo caso, mi ensayo intitulado "Elías Trapiello Venegas: Faro Preclaro de
Topía", aboga con apasionada vehemencia (y cito textualmente) por "el
caracter imprescindible de este vástago topiano en el amplio horizonte de las
letras venezolanas, imprimiéndoles, en los lejanos principios de siglo,
innegables influencias de las plumas magistrales de Poe, Baudelaire,
Lautreamont y Rimbaud, plenas de modernidad y, al mismo tiempo, hermetismo.
Hermetismo desbordante en sus tres libros publicados que, aún hoy, nadie ha
logrado descifrar...". El pseudónimo o lema que pienso usar para esta
ocasión se debate entre: "El Topiano